Aquellos manipuladores de la buena información, apuntan que Moby pasa sus ratos libres tocando música pesada y ensayando heavy metal en una banda que armó con sus amigos de New York. Teniendo presente su soporífero último álbum, Wait For Me (2009), parecía un dato poco probable, aún sabiendo de sus orígenes hardcore e incluso habiendo escuchado esa colección de temas desalmados que publicó allá por el ’96 y bajo el título de Animal Right.
Observando lo que destiló durante la noche del jueves en Buenos Aires, habrá que prestar atención a quienes aseguran que el músico vegano pasa más tiempo pegado a los Marshall y lustrando guitarras, que escudriñando sonidos sintetizados en su computadora o deshojando secuencias detrás de sus teclados. Entonces, remera negra de Joy Division en su torso y viola del mismo color en mano, Moby parió uno de los conciertos más carnales y viscerales que su dilatada trayectoria recuerde.
Así, después de que Poncho (el mash up de “Crua Chan” de Sumo con su spinettiana “Tantra Sky” fue una delicia) le pusiera onda new raver y un ritmo irresistible a la previa, Richard Melville Hall (tal como figura en su Pasaporte) lució su brillante pelada en un espectáculo vibrante, dinámico, pleno de matices. “No puedo hablar español porque soy un gringo ignorante, pero de corazón soy argentino”, dijo apenas comenzado el derrotero y, por primera vez, esas palabras puestas en la boca de un artista extranjero no sonaron a demagogia. De hecho, si lo conociéramos un poco, podríamos decir que lo emocionó el fervor ofrecido por las 5.000 almas que colmaron el Luna Park.
Obviamente, el show fue plantado sobre las bases de Play (1999), su obra cumbre y de la cual se desojaron “Bodyrock” (beat tan demoledor como lacerante), “Why does my heart feel so bad”, “Porcelain” (un mantra siempre mágico) y “Natural Blues”. Así, avalado por hits modernos de este calibre, se internó en el túnel del tiempo y desempolvó “Go”, aquella gema de su primer álbum, cuando era paladín y estampita de los chicos techno.
Escudado en una banda mayormente femenina (el baterista era el único hombre) y llevando las riendas de la velada a la manera de un guitar hero, Moby se lució como un guitarrista de nervio y alta sensibilidad. La versión del clásico de Lou Reed, “Walk on the wild side” (de muy buen gusto el arreglo de violín), y la adaptación d-e-m-o-l-e-d-o-r-a de “Whole Lotta Love” de Led Zeppelin, le confirieron colores melómanos al set. A ello se le podría sumar la fragancia blusera de “Raining again” y ciertas entonaciones al estilo Ian Curtis (el homenaje no terminó sólo en la remera con el logo de Unknown Pleasures).
Pero, quienes fueron a buscar aquel tecnócrata que hacía las delicias del dancefloor a mediados de los noventa, también tuvieron su premio. En varios pasajes, Moby le dio descanso a sus seis cuerdas y convirtió al Templo del boxeo en una discoteca a punto de estallar, especialmente con “Disco lies” y “The stars”. A esta altura, el calvo ya había puteado, corrido por todo el escenario, disparado riff’s, tocado la batería y hasta ensayado algunos cuernitos con los dedos de sus manos. “Cuando les dije que mi corazón era argentino, era de verdad, no les estaba mintiendo”, vociferó acariciando el final de la faena… No hacía falta, Moby. Curiosamente, te creemos.
Observando lo que destiló durante la noche del jueves en Buenos Aires, habrá que prestar atención a quienes aseguran que el músico vegano pasa más tiempo pegado a los Marshall y lustrando guitarras, que escudriñando sonidos sintetizados en su computadora o deshojando secuencias detrás de sus teclados. Entonces, remera negra de Joy Division en su torso y viola del mismo color en mano, Moby parió uno de los conciertos más carnales y viscerales que su dilatada trayectoria recuerde.
Así, después de que Poncho (el mash up de “Crua Chan” de Sumo con su spinettiana “Tantra Sky” fue una delicia) le pusiera onda new raver y un ritmo irresistible a la previa, Richard Melville Hall (tal como figura en su Pasaporte) lució su brillante pelada en un espectáculo vibrante, dinámico, pleno de matices. “No puedo hablar español porque soy un gringo ignorante, pero de corazón soy argentino”, dijo apenas comenzado el derrotero y, por primera vez, esas palabras puestas en la boca de un artista extranjero no sonaron a demagogia. De hecho, si lo conociéramos un poco, podríamos decir que lo emocionó el fervor ofrecido por las 5.000 almas que colmaron el Luna Park.
Obviamente, el show fue plantado sobre las bases de Play (1999), su obra cumbre y de la cual se desojaron “Bodyrock” (beat tan demoledor como lacerante), “Why does my heart feel so bad”, “Porcelain” (un mantra siempre mágico) y “Natural Blues”. Así, avalado por hits modernos de este calibre, se internó en el túnel del tiempo y desempolvó “Go”, aquella gema de su primer álbum, cuando era paladín y estampita de los chicos techno.
Escudado en una banda mayormente femenina (el baterista era el único hombre) y llevando las riendas de la velada a la manera de un guitar hero, Moby se lució como un guitarrista de nervio y alta sensibilidad. La versión del clásico de Lou Reed, “Walk on the wild side” (de muy buen gusto el arreglo de violín), y la adaptación d-e-m-o-l-e-d-o-r-a de “Whole Lotta Love” de Led Zeppelin, le confirieron colores melómanos al set. A ello se le podría sumar la fragancia blusera de “Raining again” y ciertas entonaciones al estilo Ian Curtis (el homenaje no terminó sólo en la remera con el logo de Unknown Pleasures).
Pero, quienes fueron a buscar aquel tecnócrata que hacía las delicias del dancefloor a mediados de los noventa, también tuvieron su premio. En varios pasajes, Moby le dio descanso a sus seis cuerdas y convirtió al Templo del boxeo en una discoteca a punto de estallar, especialmente con “Disco lies” y “The stars”. A esta altura, el calvo ya había puteado, corrido por todo el escenario, disparado riff’s, tocado la batería y hasta ensayado algunos cuernitos con los dedos de sus manos. “Cuando les dije que mi corazón era argentino, era de verdad, no les estaba mintiendo”, vociferó acariciando el final de la faena… No hacía falta, Moby. Curiosamente, te creemos.
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